
Elisa y el escarabajo, primera novela de Marjorie Eljach, es el viaje iniciático de una niña de ocho años que recorre la cultura popular de los setentas, clásicos de la literatura y el cine, y la infancia misma en una prosa fresca, intensa y cargada de emociones.
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La misión de Elisa
por Carolina Martínez
Elisa tiene ocho años. Una enfermedad sin nombre apaga lentamente su cuerpo, mientras una llama encendida guía su sed de conocimiento y experimentación. La muerte la acecha pero ella está decida a dejar un legado.
La prosa fresca de Marjorie Eljach en su primera novela, “Elisa y el escarabajo”, nos recuerda la ingenuidad venenosa de Amelie Notnomb en “Metafísica de los tubos”, o las ansias de describir el mundo y el vacío de Virginia Wolf en “Las Olas”. Elisa es la curiosidad y las ansias que también viven para el lector, la pequeña rosa que se marchita en “Restos de carnaval”, de Clarice Lispector y la también autobiógrafa Paloma, en “La elegancia del Erizo”, de Muriel Barbery.
Elisa escribe sus memorias y funda la religión de “los elisitas”. La “Fe feliz” que persigue ingenuamente escapar de los “encajes” que han tejido las religiones “formales” para controlar el placer y mantener el “statu quo”. Una Fe fundada en la necesidad básica de amar y ser amado y las imbricadas formas que tiene el ser humano de juntarse, cuyas premisas y motivaciones parten de la realidad que solo percibimos a través de las conciencias humanas que nos rodean. Elisa, la maestra, se presenta libre de traumas y curiosamente -ironía- consciente de ellos. Los mandamientos de “los elisitas” son un reflejo del calado hondo al que han llegado los “encajes” aquellos… como un tatuaje, que se va destatuando con láser, dejando para siempre grabada la huella de una memoria, la de Dios, vaciada a fuerza de escudriñar la sociedad en su expresión más elemental -la doméstica- en comunión maníaca con las memorias que se cuelan del cine, la literatura y la prensa. Elisa es una psicoanalista temprana, cuyas preguntas -pero, sobre todo- respuestas/interrogantes, incomodan al lector más psicoanalizado.
El lenguaje de Elisa es tan fácil, como profundo y didáctico. Es un río transparente que fluye caudalosamente para tropezar, de vez en cuando, con la introducción efectista de la palabra precisa -sofisticada, si se quiere – en un aprendizaje i l u s t r a d o, que hacen juntos, personaje y lector (la autora es un vademécum infinito de fábrica) y que le otorga credibilidad a una niña de ocho años de una pequeña ciudad del Caribe Hispano, que reflexiona sobre la complejidad de la vida, la crueldad de la belleza, la búsqueda del amor, el camino de la enfermedad o la inminencia de la muerte, al mismo tiempo que los descubre, en un entorno tan disparatado y amoroso como visceral.
Gracias a su temprana avidez por controlarlo todo, que coincide y/o es consciente con su llamado en curso “al otro lado”, Elisa ha comprendido y asumido que la única manera de conseguir el control es el conocimiento TOTAL de los secretos del universo que, como la gota de mar que contiene el océano, se concentran en su habitación, en su familia, en su barrio. Basta poner el microscopio y anotar las observaciones, combinarlas en silogismos con ritmo y datos, para legar las memorias de una intensa vida de tan solo ocho años.
Elisa parece soberbia cuando cita con familiaridad fanfarrona a Brontë, a Homero y a Flaubert para explicar su familia, su barrio o la ‘Ciudad de las cabezas amarillas’. Con frases y autores célebres y retratos descarnadamente ingenuos de la gente que la rodea, sienta precedente con elegancia, en palabras de a centavo. Frente a frente, al mismo nivel que el lector, le conecta con las memorias de la niñez, en una maraña de recuerdos y sensaciones, de conversaciones y encuentros que todos hemos sostenido “en otras palabras”, muchos de los cuales no habíamos decodificado hasta ese momento de confrontación, en los que se entrecruzan los días de siembra de: “Eres una princesa”, “Aquí los altos son los hombres y las mujeres nos quedamos bajitas”, “El amor no es bueno”, “Todos los hombres son malos”, “Soy gorda” o “Tengo superpoderes”, con los días de descarga y corto que se suceden alrededor de las memorias de la infancia. Lo que se viene conociendo como traumas, que para otros podría ser también el karma.
El cine de Antonioni, “Cumbres borrascosas”, “Hamlet”, “Superman”, “La mujer maravilla”, “Bugs Bunny”, “El escarabajo Herbie”, Aristóteles, Freud, “Yo, Claudio” o la prensa sensacionalista y los sonados casos de las “Hermanitas Suárez”, la mujer que asesinó y enterró a su marido bajo el salón o Rosi, la amiga desaparecida, son la jurisprudencia sobre la cual Elisa analiza el mundo. Combinada, eso sí, con la sabiduría y complicidad de la abuela Eneida, los TOC de la madre que peca y reza, o las conclusiones sobre las afecciones psiquiátricas que hace su querido Quijote, su hermano Beto. El legado de Elisa, su religión, se fundamenta en la observación de una científica minuciosa, una hedonista progresista que disfruta los placeres mínimos, lucha por la justicia y celebra a la familia, que a veces parece una hipocondríaca manipuladora y perversa y, otras, es una maestra iniciada que explica el mundo. Pero, sobre todo, se fundamenta en el alma curiosa, creativa y amante de los ocho años, la que guardamos intacta todos, la que Elisa vino a rescatar.
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